A veces
necesitamos a alguien que, al vernos llorar, nos abrace sin pedir
explicaciones; sin preguntarnos por qué lloramos. Porque a veces, ni nosotros
mismos tenemos muy claro el motivo.
Aquella
noche era una de esas veces. Las lágrimas acudieron a sus ojos sin haber sido
llamadas, y empezaron a brotar sin cese durante lo que parecieron horas.
Cuando
por fin las lágrimas se secaron, se recostó sobre la almohada empapada hasta
que el cansancio le venció.
Al día
siguiente se levantó con los ojos hinchados y como quien despierta de un mal
sueño. Pero no había sido un sueño. Había sido real. Sus mejillas, tirantes por
las lágrimas que se habían secado, le recordaban lo pasado la noche anterior.
Lo que
habría dado por que alguien hubiera estado allí, a su lado, consolándole, sin
pedir explicaciones. Pero era precisamente ese alguien el motivo de su pena.
Se
había ido y ya no volvería.
Le
había abandonado, sin dar explicaciones. Una nota de adiós en la encimera de la
cocina había sido su despedida.
Ya
habían pasado varios días y seguía sin dar señales de vida. “Saldré de tu vida
por completo” le había dicho en la nota. Y así había sido. Ni una llamada, ni
un mensaje… Ni siquiera las personas cercanas a ambos le habían sabido decir nada
al respecto.
Se
había ido y ya no volvería. Y una parte de sí había muerto con la huida.