Allí estaba yo. Sin saber cómo resultaría la cosa. Pero se lo había prometido. Le prometí que algún día le visitaría. Y las promesas se cumplen. Siempre.
Di dos pasos para salir del vagón, y mientras las puertas se cerraban a mi espalda, dejé atrás mis cavilaciones y me puse a andar hacia la salida. La decisión estaba tomada, y no había vuelta atrás.
El tren ya se alejaba por la vía mientras yo recorría con la mirada el andén lleno de caras desconocidas. ¿¡Cómo va a estar aquí si ni siquiera sabe que vengo?! Me replico enfurruñada mientras saco de mi bolsillo mi móvil y activo el GPS.
No han pasado ni treinta minutos cuando la flecha azul que indica el camino llega al final de la línea que hay trazada en el mapa. Cierro la aplicación y vuelvo a guardar el móvil, no sin antes echar un vistazo a la hora. Son ya las 3 de la tarde y hace calor para ser enero, así que me desabrocho la chaqueta mientras pulso decidida el botón del telefonillo.
Al otro lado oigo su voz preguntando quién es, y contengo una sonrisa mientras me imagino su cara de "estas no son horas para llamar a una casa". ¡Igual de cascarrabias que siempre!, pienso, y contesto con un "Ana" que deja sin palabras a mi interlocutora.
-¿Qué Ana?
- Tu nieta, abuela. Abre.
Y tras el zumbido, subo los dos pisos en ascensor que me separan de unos brazos abieros que me reciben con un "¡Has venido!"
-Claro que he venido, abuela. Las promesas hay que cumplirlas. Siempre.