La vió allí sentada. Sola. Mirando por la ventanilla del avión. Esperando el despegue. Y aunque no era su asiento, se arriesgó a que le llamaran la atención y se sentó a su lado.
No dijo nada. Solo observó. Y pudo ver cómo una lágrima rodaba por su mejilla mientras el avión despegaba. Y no pudo contener más su curiosidad y al fin preguntó:
-¿De visita?
Ella se sobresaltó. Estaba tan metida en su mundo que no se había dado cuenta de que había alguien sentado a su lado. Ni siquiera notó como le observaba mientras despegaban.
-Sí. A ver a una vieja amiga.
A él le sorprendió el brillo que le pareció percibir en sus ojos al hacer la afirmación. Debía de ser una muy buena amiga.
-La echas de menos, por eso lloras.
Lo había afirmado. No había preguntado. Y no pudo contener la sonrisa al darse cuenta de cómo un total extraño podía comprenderle mejor que ella misma.
-Sí. La echo de menos.
Él había visto esa sonrisa. Fugaz pero luminosa. Como un sol. Y se prometió a si mismo que volvería a verla antes de que el avión aterrizara.
-Debe ser una muy buena amiga.
-Mucho. Me acogió cuando no me quedaba nada. Huía y encontré un hogar en ella.
Las lágrimas acudieron a sus ojos y otra lágrima rodó por su mejilla. Él no quería verla llorar, quería volver a ver aquella sonrisa.
-¿Y como se llama?
-Londres. Se llama Londres.
Y ahí volvió esa luz. Sabedora de que solo quedaban minutos para aterrizar en su segundo hogar. Aquél que le abrió los brazos y curó sus heridas cuando nadie más supo.