En el
momento en que pisé aquél aeropuerto abarrotado, me di cuenta de la
familiaridad con que mis ojos miraban lo que debería ser un nuevo lugar.
Todo
estaba donde se suponía que debía estar, y supe llegar a la salida sin más
problema que el de ir esquivando gente. Mis pies parecían saberse el camino a
recorrer sin necesidad de que mis ojos se posaran apenas en los carteles
indicativos.
La
entrada al metro fue aún más singular si cabe. Posicionada a la derecha de las
escaleras mecánicas por puro instinto, veía pasar apresurada a la gente por mi
izquierda.
Azul,
verde, amarillo, rojo, marrón, gris, negro, naranja, celeste… Todo ese amasijo
de líneas de colores se me antojaba tan sumamente familiar que no tuve problema
alguno para orientarme en aquél laberinto que debiera haberme parecido
imposible de descifrar.
Sentada
en un vagón que se iba llenando por momentos, aquello me resultón tan familiar
que hasta la lengua extranjera que allí se hablaba empezó a parecerme mi propio
idioma.
El
nombre de mi estación de destino y un “Cuidado con el hueco” me acompañaron a
través de la puerta que esperaba abierta y que, tras el conocido pitido, quedó
cerrada a mi espalda.
Barreras
giratorias colocadas al final de escaleras y pasillos interminables me llevaron
finalmente a ver a un viejo amigo.
Seguro
que lo conocéis… Aunque ahora le han dado otro nombre, para muchos siempre será
“El Gran Ben”.
Solo
asomarme por la puerta me permite respirar el ambiente y con un par de pasos
más, me encuentro a sus pies. Allí está, donde siempre ha estado…
Y bajo
la sombra de semejante emblema, me sumerjo en un mundo en el que ya estuve en
otra vida.
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