No había empezado aún a desperezarme cuando me di cuenta de que algo no iba bien. Parecía que hubieran echado las persianas de todas las ventanas; allí no entraba ni una pizca de luz.
Algo había ocurrido... Pero yo no conseguía averiguar qué era ese algo.
Terminé de espabilarme y fue al intentar levantarme para abrir la ventana cuando me dí cuenta: mi cuerpo no respondía.
De repente, como si saltara un resorte que activara un mecanismo, me vino a la mente una imagen del día anterior. Era lo último que recordaba.
Iba de camino al trabajo cuando sonó de nuevo un aviso de mensaje recibido en el móvil. Normalmente no suelo contestar mientras voy conduciendo, pero esta vez era mi jefe diciéndome que llegaba tarde a una reunión muy importante. Me había quedado dormida en casa porque la noche anterior había estado ultimando los detalles de la presentación. Le contesté que iba en camino y volví a dejar el móvil al lado para concentrarme en la carretera.
Después de eso, no recuerdo nada más. Hasta esta mañana que he despertado con esa sensación agobiante de que algo ya no estaba en su sitio. De que faltaba algo.
Quise hablar, abrir los ojos y ver si veia a alguien en la habitación... Pero algo me lo impedía.
Y entonces lo sentí. Una mano. Una mano se aferraba a la mia. Era tan pequeña que solo podía ser de una persona: Ana, mi pequeña Ana, mi niña.
Mientras intentaba devolverle el apretón sin éxito, la oí sollozar y se me partió el alma.
No sabía qué estaba pasando allí, pero oir a mi hija llorar y no poder hacer nada para consolarla me estaba partiendo en dos.
Aún pugnaba por articular un "no llores" cuando me di cuenta de que ya no estábamos solas en la habitación.
Había dos personas más. A una no la reconocí, pero la voz de la segunda persona era inconfundible. Tantos años compartiendo una vida hacían imposible que no reconociera esa voz, aunque hubiera estado a kilómetros de distancia. Pero había algo que la hacía diferente... Algo que la hacía triste. Tan triste como el llanto que no cesaba a pocos centímetros de mi.
Ahora sí que me sentía morir por dentro, por no poder abrazar a las dos personas más importantes de mi vida y poder consolarles.
De repente, un pitido interrumpió mi lucha interior y, en cuestión de segundos, la actividad en la habitación se intensificó hasta tal punto que ya no podía ni siquiera oir lo que yo misma pensaba.
Sentí como esa pequeña manita luchaba por aferrarse a la mia mientras alguien le obligaba a alejarse.
Y sentí como la voz de mi alma gemela se desgarraba preguntando qué pasaba allí sin obtener respuesta.
En el momento en que consiguieron soltar a Ana de mi mano, todo me empezó a parecer cada vez más lejano.
Ya no oia el pitido, y las voces, poco a poco, se iban apagando.
Ya no sentía la cama, y tampoco me sentía atada a mi cuerpo. Pero ahora podía ver con claridad lo que pasaba a mi alrededor: enfermeras, médicos, máquinas... Pero todo ello se desvaneció ante mis ojos, que ya solo se fijaban en las dos personas que esperaban con caras compungidas junto a la puerta de la habitación.
Quise decirles que les quería, que todo iba a salir bien, que no se preocuparan, que se secaran las lágrimas...
Pero de mi boca no salió ni una sola palabra. Mis labios permanecieron cerrados hasta que una lágrima rodó por mi mejilla, acompañando a las que bañaban la cara de mi pequeña niña y a las que luchaban por aguantar, sin éxito, en los ojos de mi otra mitad, mi compañero, mi vida.
Y fue entonces cuando me di cuenta. Me iba. Ellos se quedarían aquí, pero yo me iba.
Y mi último mensaje en aquél mundo había sido: "Voy de camino, llego en cinco minutos"
Algo había ocurrido... Pero yo no conseguía averiguar qué era ese algo.
Terminé de espabilarme y fue al intentar levantarme para abrir la ventana cuando me dí cuenta: mi cuerpo no respondía.
De repente, como si saltara un resorte que activara un mecanismo, me vino a la mente una imagen del día anterior. Era lo último que recordaba.
Iba de camino al trabajo cuando sonó de nuevo un aviso de mensaje recibido en el móvil. Normalmente no suelo contestar mientras voy conduciendo, pero esta vez era mi jefe diciéndome que llegaba tarde a una reunión muy importante. Me había quedado dormida en casa porque la noche anterior había estado ultimando los detalles de la presentación. Le contesté que iba en camino y volví a dejar el móvil al lado para concentrarme en la carretera.
Después de eso, no recuerdo nada más. Hasta esta mañana que he despertado con esa sensación agobiante de que algo ya no estaba en su sitio. De que faltaba algo.
Quise hablar, abrir los ojos y ver si veia a alguien en la habitación... Pero algo me lo impedía.
Y entonces lo sentí. Una mano. Una mano se aferraba a la mia. Era tan pequeña que solo podía ser de una persona: Ana, mi pequeña Ana, mi niña.
Mientras intentaba devolverle el apretón sin éxito, la oí sollozar y se me partió el alma.
No sabía qué estaba pasando allí, pero oir a mi hija llorar y no poder hacer nada para consolarla me estaba partiendo en dos.
Aún pugnaba por articular un "no llores" cuando me di cuenta de que ya no estábamos solas en la habitación.
Había dos personas más. A una no la reconocí, pero la voz de la segunda persona era inconfundible. Tantos años compartiendo una vida hacían imposible que no reconociera esa voz, aunque hubiera estado a kilómetros de distancia. Pero había algo que la hacía diferente... Algo que la hacía triste. Tan triste como el llanto que no cesaba a pocos centímetros de mi.
Ahora sí que me sentía morir por dentro, por no poder abrazar a las dos personas más importantes de mi vida y poder consolarles.
De repente, un pitido interrumpió mi lucha interior y, en cuestión de segundos, la actividad en la habitación se intensificó hasta tal punto que ya no podía ni siquiera oir lo que yo misma pensaba.
Sentí como esa pequeña manita luchaba por aferrarse a la mia mientras alguien le obligaba a alejarse.
Y sentí como la voz de mi alma gemela se desgarraba preguntando qué pasaba allí sin obtener respuesta.
En el momento en que consiguieron soltar a Ana de mi mano, todo me empezó a parecer cada vez más lejano.
Ya no oia el pitido, y las voces, poco a poco, se iban apagando.
Ya no sentía la cama, y tampoco me sentía atada a mi cuerpo. Pero ahora podía ver con claridad lo que pasaba a mi alrededor: enfermeras, médicos, máquinas... Pero todo ello se desvaneció ante mis ojos, que ya solo se fijaban en las dos personas que esperaban con caras compungidas junto a la puerta de la habitación.
Quise decirles que les quería, que todo iba a salir bien, que no se preocuparan, que se secaran las lágrimas...
Pero de mi boca no salió ni una sola palabra. Mis labios permanecieron cerrados hasta que una lágrima rodó por mi mejilla, acompañando a las que bañaban la cara de mi pequeña niña y a las que luchaban por aguantar, sin éxito, en los ojos de mi otra mitad, mi compañero, mi vida.
Y fue entonces cuando me di cuenta. Me iba. Ellos se quedarían aquí, pero yo me iba.
Y mi último mensaje en aquél mundo había sido: "Voy de camino, llego en cinco minutos"
3 comentarios:
Después de las cuatro horas que me he pasado llorando, he leído este relato y he vuelto a hacerlo.
Hacer girar la ruleta, aunque sólo sea una vez, abre la puerta a la casilla de la muerte. Y muchos lo olvidamos.
Me gusta cómo has dado sentido a todo con el último párrafo. Te lo imaginas todo de golpe. Encantada de leerte.
Muchísimas gracias por tu comentario. No sabes la ilusión que me hace cada vez que veo que han comentado una entrada (y no son mucbas veces :P)
Un saludo!
Muchísimas gracias por tu comentario. No sabes la ilusión que me hace cada vez que veo que han comentado una entrada (y no son mucbas veces :P)
Un saludo!
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