Aquella
mañana se había despertado con una inquietante sensación de zozobra. No
recordaba el sueño, pero la sensación seguía ahí.
Incluso
después de ducharse y echarse algo al estómago, seguía notando que algo había
cambiado, y no para bien precisamente.
No fue
hasta bien entrada la mañana, y ya ante la mesa de la oficina, que se olvidó
por fin de aquella extraña sensación de haber perdido algo.
A la
noche, ya ni se acordaba de lo acontecido esa misma mañana, y se fue a dormir
con mil cosas que ocupaban su cabeza.
Pero a
la mañana siguiente, de nuevo le sobrecogió esa sensación al despertar. Era
como cuando se sale de un mal sueño, pero también había algo más. Una sensación
de ahogo, de pérdida… No sabría describirlo de forma precisa, pero era como gritar
en medio de un desierto: Nadie te oye, nadie te ve y nadie puede socorrerte,
solo estás tú para ayudarte.
Durante
el resto del día siguió dándole vueltas a aquella sensación, pero no había
manera de aclararla.
Al día
siguiente fue a correr al parque, como cada mañana de sábado. Y entre el verde
de los árboles y el brillante sol, por fin lo comprendió. No era que hubiera
perdido algo, era que algo le faltaba. Lo supo en cuanto vio a aquellos dos
ancianos paseando de la mano. En cuando reparó en la pareja que disfrutaba
viendo jugar a los críos en el parque, seguramente soñando con el suyo propio.
Y en el momento en que posó sus ojos sobre los dos jóvenes que se hacían
confidencias al oído entre risas.
Añoraba
poder despertar con alguien a su lado. Tener a una persona que estuviera ahí en
los momentos buenos para disfrutarlos juntos y en los malos para apoyarse entre
ambos.
Había
vivido en soledad durante demasiado tiempo. Obviando algo tan natural como la
necesidad de sentirse en compañía.
Ahora
lo sabía. Su vida hasta ahora había sido como gritar en medio de un desierto.
Pero ahora que había descubierto lo que le acongojaba, ya tenía una brújula con
la que guiar sus pasos. Solo le faltaba averiguar en qué dirección estaba el
oasis.
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