Me
pongo a recordar y me doy cuenta de que echo de menos mi vida en Londres…
Pero cuanto
más rememoro, más claro me queda que lo que echo de menos es la ciudad y esos
fines de semana en los que la recorría.
De la
familia con la que conviví durante diez meses, me quedan un puñado escaso de
buenos recuerdos empañados por los malos ratos que me hicieron pasar.
Por cada
anécdota graciosa, sale a relucir otra que me recuerda que aquello nunca fue
para mi un hogar.
Me doy
cuenta de que no siento apego alguno por esa gente que quedó allí, y que esas
lágrimas que rodaron mejilla abajo cuando monté en el metro de camino al
aeropuerto no eran por quienes allí quedaban, sino por esos fines de semana en
que yo era la única dueña de mis propios pasos. Esos fines de semana en que
jugaba a perderme entre las calles de esa gran ciudad.
Ahora
me doy cuenta de que mis lágrimas no iban dirigidas a quienes me dieron un
techo durante diez meses. Lloraba por la libertad que dejaba atrás al volver a
casa.
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