Entre
las cortinas entreabiertas de la venta asoma un rayo de luz que calienta su
cara mientras se despereza. Aún medio dormida, recuerda el sueño que le ha
hecho despertarse con esa sensación de paz. Esa sensación de tranquilidad con
la que rescata de su memoria aquellos momentos de su niñez.
Hace ya
tiempo que él se había marchado “a un lugar mejor” le dijeron, pero aun así, no
se había quedado tranquila. No pudo despedirse, y eso le pesaba en el alma.
Hasta aquella mañana.
Tres
semanas después de tener que decirle adiós, había vuelto, en sueños, para darle
la oportunidad que el trabajo y los horarios le robaron.
Él la
había criado y querido como hija suya. Y aunque últimamente los achaques de la
edad le habían agriado un tanto el carácter, para ella siempre tenía esa
sonrisa sincera que dejaba al descubierto todos sus dientes. Cada vez que
recordaba aquella sonrisa, le venía a la cabeza la conversación que un día, siendo
aún pequeña, tuvieron:
- Porque yo no soy viejo, Ana.
- Pero un poquito viejo sí que tienes que ser, ¿no ves que eres el papá de mi mamá?
- Pero el ser viejo y cumplir años no significa lo mismo.
- Pero... ¡Eso no puede ser!
- No te preocupes hija, ya lo entenderás.
Ahora
recordándole, se daba cuenta de la gran verdad que entrañaban las palabras de
su abuelo. Él nunca llegó a ser viejo, solo cumplía años. Porque nunca dejó que
su edad le frenara.
Ahora
que se había ido, cada vez que ella le recordara, lo haría con esa sonrisa que
tanto le gustaba. Esa sonrisa tan poco común de un viejito.
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