Un suspiro.
Es todo lo que consigo articular, montada ya en el avión y esperando para
partir.
Esto se
acaba. Verdaderamente se acaba.
Hasta ahora mi mente me ha tenido tan absorta
que no me había dado ni cuenta. Mucho menos me había parado a pensar en ello, y
por consiguiente, ahora viene todo de golpe como una tormenta o un vendaval,
llámalo como quieras, pero ahora es cuando duele.
Duele
por todo lo que dejo atrás: una ciudad que me ha robado parte del corazón y, si
me apuras, del alma. Y por supuesto, esas cuatro personas que durante casi 11
meses han sido mi familia, aunque con sus más y sus menos.
Cierto es que he
rajado de ellos. Cierto es que no me han tratado como se espera que tu familia
te trate, pero aun así yo les siento como parte de mi vida.
Ha sido
en el metro cuando todo me ha sobrevenido, pero en cuanto he bajado en la
terminal, la marea de sentimientos ha quedado relegada al tener que centrarme
en los trámites que, como todos sabemos, se tienen que hacer en un aeropuerto.
Yo ya había hecho el check-in online con la intención de ahorrar tiempo de esta
manera, pero al no haberme facturado la segunda maleta la web, he tenido que
facturarla en el mostrador, lo que me ha supuesto tener que aguantar que me
marearan entre dos mostradores porque la primera persona que me atendió no daba
pie con bola.
Tras
pasar por fin el control, me encaré a las pantallas en la que indican a qué
corral debe ir cada cabeza de ganado, para descubrir que la puerta de mi vuelo
no aparecía por mucho que se acercaba la hora.
Cuando
por fin apareció el número y la letra (A22), me dirigí hacia allí para esperar
15 minutos ante una puerta cerrada y finalmente darme de bruces con un “Delayed”
en pantalla.
Ahora,
ya por fin en el avión, mientras nos cuentan que el retraso es debido a restricciones del aeropuerto y que no tiene
nada que ver con la compañía (ellos nunca tienen culpa de nada), miro por la
ventana el cielo gris y de nuevo me sobrevienen esos sentimientos que habían
quedado escondidos en un rincón.
Esto se
acaba. Se acaba de verdad.
Se
acaban los madrugones, las broncas, los malos modos, el terminar el día
destrozada… Pero también se acaban las risas, los buenos momentos, los paseaos
de ida y vuelta al colegio entre las preocupaciones y alegrías de una cría de
10 años, los abrazos despreocupados y sin límite, el sentarse en el sofá y
tener inmediatamente a una de las niñas encima…
Quiero
irme, pero a la vez no quiero. Quiero quedarme, pero también quiero volver a
casa.
Me
siento dividida en dos, aunque materialmente eso sea imposible.
No soy
yo persona de pedir muestras de afecto, pero ahora mismo gritaría al cielo que
me mandara un abrazo.
La
necesidad de sentir unos brazos alrededor mío, un hombro en el que apoyarme, no
es algo que me sobrevenga muy a menudo, y ahora no hay nadie aquí para darlo.
Aunque
quizás sea mejor así, porque no me gusta que me vean llorando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario